El artículo que hoy transcribimos forma parte de Porque no saben lo que hacen (Akal), escrito por Slavoj Žižek, el filósofo cuyos libros se venden a montones y cuyo pensamiento se encarga muy bien de delinear la vida del hombre moderno.
Ciudad de México, 30 de diciembre (SinEmbargo).- “Ellos no saben lo que hacen”: esa es la definición más exacta que se puede dar de la ignorancia fundamentada en cualquier ideología. Tal ignorancia, sin embargo, no es evidencia de una ceguera o un desconocimiento. Al contrario, en realidad refleja un placer, un placer que, paradójicamente, nació de la instrucción de renunciar a todo goce. Cuando no sabemos, nos gusta; y donde uno disfruta (porque no sabemos) hay un síntoma (utilizando las palabras de Jacques Lacan), que es un síntoma de la ideología. Así, por ejemplo, el judío es el síntoma del nazi, o el traidor revisionista el síntoma del estalinista. De los totalitarismos fascista y soviético a la economía libidinal de la pretendida posmodernidad, los síntomas ideológicos, y el disfrute cuasi culinario que los acompaña, están por todas partes.
En Porque no saben lo que hacen, Slavoj Žižek analiza y desbroza, con su virtuosismo habitual, la ignorancia ideológica pasando, sin pudor ninguno, de Alfred Hitchcock a Woody Allen, de la tragedia del Titanic a Chernóbil, y de la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt a la de Jacques Lacan. Un libro fundamental en la producción teórica del filósofo esloveno, el teórico más iconoclasta del mundo.
Publicamos un fragmento de Ellos no saben lo que hacen, de Slavoj Žižek, con la autorización de la editorial Akal
III. Cinismo y objeto totalitario
La “razón cínica”
La definición más elemental de la ideología es probablemente la de Marx, su famoso “no lo saben, pero lo hacen”. Se atribuye, por tanto, a la ideología cierta ingenuidad constitutiva: desconoce sus condiciones, sus presupuestos reales, su propio concepto implica una distancia entre lo que se hace efectivamente y la “falsa conciencia” que se tiene de ello. Tal “conciencia ingenua” puede ser sometida al proceso crítico-ideológico que, supuestamente, debería llevarla hasta la reflexión sobre sus condiciones reales, sobre la realidad social de la que forma parte. Consideremos un ejemplo clásico, que de por sí no deja de dar hoy la impresión de cierta ingenuidad: la universalidad ideológica, la noción ideológica de la “libertad” burguesa comprende, incluye, cierta libertad –la que tiene el trabajador para vender su fuerza de trabajo–, libertad que es la propia forma de su esclavitud; del mismo modo, el intercambio equivalente funciona, en el caso del intercambio entre la fuerza de trabajo y el capital, como la forma misma de la explotación.
El propósito del análisis crítico-ideológico es, pues, detectar, por detrás de la aparente universalidad, la particularidad de un interés que pone de manifiesto la falsedad de la universalidad en cuestión: lo universal se ve atrapado, en realidad, en lo particular, determinado por una constelación histórica concreta.
Ahora bien, en su libro Crítica de la razón cínica, Peter Sloterdijk defiende la tesis de que la ideología funciona cada vez más de una forma cínica que torna inoperantes tales procesos crítico-ideológicos: la fórmula de la “razón cínica” sería: “Saben muy bien lo que hacen, y sin embargo lo hacen”. La razón cínica ya no es ingenua, es la paradoja de una “falsa conciencia ilustrada”: se es muy consciente de la falsedad, de la particularidad por debajo de la universalidad ideológica, pero aun así no se renuncia a esa universalidad… Tal posición debe distinguirse del kynismo como subversión de la ideología oficial ingenua, solemne, llena de patetismo. El kynismo es la crítica popular, plebeya, de la cultura oficial, que opera con los medios de la ironía y el sarcasmo: confronta las frases patéticas de la ideología dominante con su banalidad efectiva y la pone en ridículo, mostrando el interés egoísta, la violencia, el ansia de poder sin consideración, etc., que se oculta tras la nobleza sublime de las frases ideológicas. Su procedimiento es pragmático más que argumentativo: opera mediante la devolución de una declaración ideológica a su situación de enunciación (ejemplo clásico: un político predica el deber del sacrificio patriótico, el kynismo desvela su interés personal en aprovechar el sacrificio de otros…).
El cinismo es precisamente la respuesta de la cultura dominante a la subversión kynica: se reconoce el interés particular tras la máscara ideológica, pero se mantiene, pese a todo, la máscara. El cinismo no es una actitud directamente inmoral, sino más bien la propia moralidad al servicio de la inmoralidad: “la sabiduría” cínica consiste en entender la honestidad como la forma más consumada de falta de honradez, la moralidad como la forma suprema de disolución, la verdad como la forma más efectiva de mentira. El cinismo lleva, pues, a cabo una especie de “negación de la negación” pervertida: por ejemplo, frente al enriquecimiento ilícito, al robo, al saqueo, la reacción cínica consiste en afirmar que el enriquecimiento legítimo es un pillaje más eficaz que el saqueo criminal y que opera por encima del mercado, protegido por la ley; como en las famosas palabras de Brecht, en su Ópera de tres centavos (Die Dreigroschenoper, 1928): “¿Qué es el robo de un banco, comparado con la fundación de un banco?”.
El cínico vive de la discordia entre los principios proclamados y la práctica –toda su “sabiduría” consiste en legitimar la brecha–. Por eso lo más insoportable para la posición cínica es ver vulnerar la ley abiertamente, con insolencia, es decir, erigir la transgresión en principio ético. Razón por la cual el héroe de los tiempos modernos, que ha llegado a un “pacto con el diablo” y vive “más allá del bien y del mal” (desde Fausto hasta Don Juan), es al final castigado con crueldad desmesurada, sin ninguna proporción con sus crímenes: su castigo rabioso es un acto cínico por excelencia.
Queda, pues, claro que, frente a tal edificio cínico, la “lectura sintomática”, el procedimiento crítico-ideológico tradicional, ya no funciona: no podemos subvertir la “conciencia cínica” por medio de una lectura que trate de confrontar el texto ideológico con su “reprimido”, “dialectizarlo” relacionando su discurso superficial con otro discurso, detectar, a través de los puntos en que “no funciona”, su función de clase, su determinación por un interés particular. Ahora bien, ¿se debe por eso decir que con la “conciencia cínica” se sale del campo ideológico propiamente dicho y se entra en un universo post-ideológico en el que un sistema ideológico se reduce a una simple manipulación que no es tomada en serio ni siquiera por sus inventores y propagadores?
Es ahí donde adquiere todo su peso la distinción, elaborada por J.-A. Miller, entre el síntoma y el fantasma: el fin de la ideología “ingenua” que implica la abdicación de la “lectura sintomática” crítico-ideológica no hace más que resaltar la dimensión más fundamental del fantasma ideológico –el “cínico” que “no cree”, que conoce bien la nulidad de las proposiciones ideológicas, desconoce, en cambio, el fantasma que estructura la propia “realidad” social.
El fantasma ideológico
Para captar esa dimensión del fantasma debemos volver a la fórmula de Marx “no lo saben, pero lo hacen”, y plantearnos al respecto una pregunta bastante ingenua: ¿dónde está aquí el lugar de la ilusión ideológica, en el “saber” o bien en el “hacer”, en la propia “realidad”? A primera vista, la respuesta parece evidente: se trata de una simple discordancia entre el conocimiento y la realidad –”no sabemos lo que hacemos”; se hace una cosa y se tiene una mala interpretación de ella–. Esta falsa representación es, por supuesto, a su vez, el efecto necesario de una eficacia social alienada, invertida, etc.; la ilusión se mantiene en cualquier caso del lado de la representación. Tomemos el caso de lo que se llama “el fetichismo del dinero”: el dinero es en realidad, efectivamente, la encarnación de una red de relaciones sociales, su función es una función social y no la propiedad del dinero como tal; ahora bien, esa función de ser encarnación de la riqueza, el equivalente general de todas las mercancías, les parece a los individuos una propiedad natural del dinero como cosa, objeto natural; como si el dinero fuera ya, en tanto que cosa, el equivalente general, la encarnación de la riqueza. Ese es el gran tema de la crítica marxista de la “cosificación”: detrás de la coseidad, la relación entre las cosas, hay que detectar las relaciones entre los seres humanos, las relaciones sociales…
Tal interpretación, sin embargo, no tiene en cuenta la ilusión, el error presente en la realidad social, en la propia actividad de los individuos, en lo que “hacen”: los individuos que usan el dinero saben muy bien que no tiene nada de mágico y que sólo expresa relaciones sociales, y reducen de forma espontánea el dinero a una simple seña que da al individuo el derecho a disponer de una parte del producto social; saben muy bien que detrás de las “relaciones entre las cosas” hay “relaciones entre las personas”. El problema es que, en el proceso de intercambio, proceden, hacen –en realidad– como si el dinero fuera, en su realidad inmediata, en tanto que cosa natural, la encarnación de la riqueza. Lo que la gente “no sabe”, lo que desconoce, es la ilusión fetichista que guía su actividad en sí: en la realidad del acto del intercambio, se rigen por la ilusión fetichista. El lugar propio de la ilusión es la realidad, el proceso social real. Consideremos, por ejemplo, el famoso tema marxiano de la inversión especulativa de la relación entre lo universal y lo particular: lo universal no es más que una propiedad de lo particular concreto, de las cosas que existen efectivamente, realmente; en la relación dineraria, la relación se invierte: todo contenido particular, la riqueza concreta (el valor de uso), sólo se muestra como aparición, expresión de la universalidad abstracta (el valor de cambio) –la verdadera sustancia es lo universal abstracto–. Marx lo llama “metafísica de la mercancía”, “religión de la vida cotidiana”: el fundamento, la raíz del idealismo filosófico se debe buscar en la realidad del mundo real de las mercancías; es ya el mundo de las mercancías el que se comporta de forma idealista:
Esta inversión (Verkehrung) por la cual lo concreto-sensible cuenta únicamente como forma en que se manifiesta lo general-abstracto y no, a la inversa, lo general-abstracto como propiedad de lo concreto, caracteriza la expresión del valor. Y es esto también lo que dificulta su comprensión. Si digo que tanto el derecho romano como el derecho germánico son derechos los dos, afirmo algo obvio. Si digo, en cambio que el derecho (Das Recht), ese ente abstracto (Abstraktum), se efectiviza en el derecho romano y en el derecho germánico, en esos derechos concretos, la conexión se vuelve mística (Marx, Das Kapital, Band I, apéndice a la primera edición alemana, 1867 [ed. cast.: El capital, Libro primero, Madrid, Siglo XXI, 2017, p. 921]).
¿Dónde está ahí la ilusión? No hay que olvidar que la burguesía, en su vida diaria, no es hegeliana, no capta lo particular como resultado del automovimiento de lo universal, sino que se comporta más bien como un nominalista inglés y piensa que lo universal no es más que una propiedad de lo particular. El problema es que, en su práctica cotidiana, actúa como si lo particular fuera sólo la forma fenoménica de lo universal. Retomando la cita de Marx, sabe muy bien que el derecho romano y el derecho germano son tanto el uno como el otro derechos concretos, pero hace como si el derecho, esa cosa abstracta, se materializara en el derecho romano y en el derecho germano.
Así pues, la ilusión se desdobla: consiste en desconocer esa primera ilusión que gobierna nuestra actividad, nuestra propia realidad. Así que nuestra primera tesis será: la ideología no es, en su dimensión fundamental, un constructo imaginario que oculta o embellece la realidad social; en el funcionamiento “sintomático” de la ideología, la ilusión está del lado del “saber”, mientras que el fantasma ideológico funciona como una “ilusión”, un “error”, que estructura la propia “realidad”, que determina nuestro “hacer”, nuestra actividad.
Solamente a partir de ahí se puede comprender la lógica de la fórmula de la razón cínica propuesta por Sloterdijk: “Saben muy bien lo que hacen, y sin embargo lo hacen”. Si la ilusión estuviera del lado del conocimiento, la posición cínica sería simplemente una posición sin ilusión: “Sabemos lo que hacemos y lo hacemos”. La paradoja de la posición cínica sólo aparece si se detecta la ilusión presente en la propia realidad: “Saben muy bien que, en su actividad real, se rigen por una ilusión; sin embargo, continúan haciéndolo”. Por ejemplo, saben que la “libertad” que rige su actividad oculta el interés particular de la explotación, y sin embargo siguen rigiéndose por ella…
Slavoj Žižek, filósofo y crítico cultural, es profesor en la European Graduate School, director internacional del Birkbeck Institute for the Humanities, Universidad de Londres, e investigador sénior en el Instituto de Sociología de la Universidad de Liubliana, Eslovenia. Entre sus obras más destacadas publicadas en Ediciones Akal figuran Repetir Lenin (2004), Bienvenidos al desierto de lo Real (2005), Lenin reactivado (coeditor, 2010), El acoso de las fantasías (2011), Primero como tragedia, después como farsa (2011), En defensa de causas perdidas (2011), Viviendo en el final de los tiempos (2012), Lacan. Los interlocutores mudos (editor, 22013), El año que soñamos peligrosamente (2013), El dolor de Dios. Inversiones del Apocalipsis (con Boris Gunjevic, 2013), La idea de comunismo (editor, 2014), Pedir lo imposible (2014) y la magna Menos que nada. Hegel y la sombra del materialismo dialéctico (2015).